El resurgir actual del interés por el anarquismo es un fenómeno curioso y a primera vista inesperado. Hace tan sólo diez años habría parecido sumamente improbable. En aquel momento el anarquismo, como movimiento y como ideología, parecía un capítulo definitivamente cerrado en el desarrollo de los movimientos revolucionarios y obreros modernos.
Como movimiento, parecía pertenecer a la época preindustrial y, en todo caso, a la era anterior a la primera guerra mundial y a la Revolución de Octubre, salvo en España, donde difícilmente cabe pensar que haya sobrevivido a la guerra civil de 1936-1939. Podría decirse que desapareció con los reyes y emperadores a quienes sus militantes habían tratado tantas veces de asesinar. Nada parecía ser capaz de detener, o siquiera de aminorar, su rápido e inevitable declive, incluso en las partes del mundo en que había constituido alguna vez una fuerza política importante, como en Francia, Italia o Latinoamérica. Un investigador curioso que supiera dirigir certeramente sus miradas podría todavía descubrir algunos anarquistas hasta los años cincuenta, y aún más ex anarquistas, fácilmente reconocibles por señales como su interés por el poeta Shelley. (Es un dato muy característico que esta romántica escuela de revolucionarios haya sido más leal que nadie, incluidos los críticos literarios de su propio país, al más revolucionario de los poetas románticos ingleses.) Cuando en esta época traté de tomar contacto con activistas de los círculos anarquistas españoles en París, me dieron cita en un café de Montmartre, cerca de la Place Blanche, y en cierto modo esta reminiscencia de un pasado ya lejano de bohemios, rebeldes y vanguardistas parecía todo un símbolo.