Lucio Anneo Séneca: De la brevedad de la vida

Lucio Anneo SenecaA Paulino

I

La mayor parte de los mortales se queja, ¡oh Paulino!, de la malignidad de la naturaleza porque nos engendra para un tiempo corto y porque este espacio de tiempo que se nos concede corre tan veloz y rápidamente que, con la excepción de muy pocos, a los demás se les quita la vida cuando se están preparando para ella.

No es tan sólo la turba o el vulgo imprudente quien gime por este mal común, como dicen, sino que también este sentimiento ha suscitado las quejas de ilustres varones. De aquí aquella exclamación del mayor de los médicos: la vida es corta, el arte largo; de aquí el pleito de Aristóteles con la naturaleza que nos exige lo que de ninguna manera conviene a un varón sabio: que la naturaleza condescendió tanto con los animales que prolongó su vida por cinco o diez siglos, y al hombre nacido para tantas y tan grandes cosas le puso un término que está mucho más acá.

No tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Bastante larga es la vida que se nos da y en ella se pueden llevar a cabo grandes cosas, si toda ella se empleara bien; pero si se disipa en el lujo y en la negligencia, si no se gasta en nada bueno, cuando por fin nos aprieta la última necesidad, nos damos cuenta de que se ha ido una vida que ni siquiera habíamos entendido que estaba pasando.

Así es: no recibimos una vida corta, sino que somos nosotros los que la hacemos breve; ni somos pobres de vida, sino pródigos. Así como las riquezas, por muy copiosas y regias que sean, si llegan a un mal dueño, al momento se disipan, y aunque sean pequeñas, si se entregan a un buen guardián, se acrecientan con el uso, así nuestra vida se abre espaciosamente al que la dispone bien.

II

¿Por qué te quejas de la naturaleza? Ella se ha portado bien; la vida, si sabes usarla, es larga. Pero al uno lo domina una insaciable avaricia; al otro, una trabajosa diligencia en tareas inútiles; uno se entrega al vino, otro con la ociosidad se entorpece; a éste le fatiga una ambición siempre pendiente del juicio ajeno, a aquél una despeñada codicia de comerciar que con el afán del lucro lo lleva por todas las tierras y por todos los mares; a algunos los atormenta la inclinación a la guerra y siempre están atentos a los peligros ajenos y angustiados por los propios; haya quien la ingrata veneración a los superiores los consume en una servidumbre voluntaria; a muchos los detuvo o la envidia de la fortuna ajena o la queja de la propia; a muchos, que no van detrás de nada cierto, una ligereza vaga, inconstante y displicente les lleva de continuo a nuevas determinaciones; a algunos no les agrada ningún curso de los que puedan dar a su vida y los encuentran los hados marchitos y bostezando, de modo que no es posible dudar de la verdad de lo que, a modo de un oráculo, dejó dicho el mayor de los poetas: Tan sólo vivimos una pequeña parte de nuestra vida.

Porque todo el espacio restante es tiempo y no vida. Les aprietan y rodean los vicios por todas partes y no les dejan ni levantarse, ni elevar los ojos a la contemplación de la verdad, sino que los tienen sumergidos y atados a sus deseos.

Nunca pueden volver a ellos mismos y si alguna vez les llega algún fortuito descanso, aun entonces andan fluctuando, como en alta mar aún hay oleaje aunque haya pasado la tormenta, y nunca su ocio está libre de sus deseos.

¿Piensas que hablo de aquellos cuyos males están a la vista? Mira más bien a esos otros a cuya felicidad acuden tantos: se ahogan en sus propios bienes. ¡Qué pesadas son a muchos las riquezas! ¡A cuántos les ha costado la sangre, la elocuencia y el diario afán de manifestar ingenio! ¡Cuántos palidecen por sus continuas voluptuosidades! ¡A cuántos la turba de clientes que los rodea no les dejó ninguna libertad! Recórrelos finalmente a todos, desde los más modestos a los más encumbrados: uno reclama defensa, otro se la presta, uno está en peligro, otro aboga, otro juzga y el uno se consume por el otro. Infórmate de aquellos cuyos nombres se aprenden de memoria y verás que se les conoce por estas señales: éste reverencia a aquél y aquél a éste y nadie es de sí mismo.

Después, la estúpida indignación de algunos, que se quejan del desdén de los superiores porque no tuvieron tiempo de recibirlos cuando quisieron verlos. ¿Cómo se atreve nadie a quejarse de la soberbia de otro, si nunca tiene tiempo para sí mismo? Y, sin embargo, éste, aunque con rostro insolente, te miró alguna vez a ti, quienquiera que tú seas, dio oídos a tus palabras, te recibió a su lado; en cambio, tú nunca te dignas mirarte u oírte a ti mismo. No tienes, pues, que cargar sobre nadie estas oficiosidades, pues, cuando tú las hacías, no era porque quisieras estar con otro, sino porque no podías estar contigo mismo.

III

Aunque todos los ingenios que en todos los tiempos resplandecieron se consagraran únicamente a esto, nunca se sorprenderían bastante de esta niebla de las mentes de los hombres.

No consienten que sus campos sean ocupados por nadie y si se promueve una pequeña discusión sobre los linderos, recurren a las piedras y a las armas: tras esto no sólo dejan que los demás entren en su vida, sino que ellos mismos introducen a los que han de ser poseedores de ella. No se encuentra a nadie que quiera repartir su dinero y todos distribuyen entre muchos su propia vida. Son tacaños en guardar su patrimonio y cuando se llega a la pérdida del tiempo son pródigos de lo único en que estaría justificada la avaricia.

Por eso me agrada reprender a alguno de la turba de los ancianos: Vemos que ya has llegado a lo último de la vida, puesto que estás oprimido por cien o más años; pues bien, llama a cuentas a tu edad. Cuenta cuánto de este tiempo te quitó el acreedor, la amiga, el rey, el cliente, las peleas con tu mujer, las riñas con los esclavos, los paseos por la ciudad para deberes de cortesía. Añade las enfermedades que contrajimos por culpa nuestra, añade el tiempo que se pasó en la ociosidad y verás cómo tienes menos años de los que cuentas. Trae a la memoria si tuviste algún día firme determinación, cuántos destinaste a lo que te habías propuesto, cuántos dedicaste a ti mismo, cuándo tu rostro permaneció en su estado propio, cuándo se mantuvo tu ánimo intrépido, cuántas obras hiciste en tan largo tiempo, cuántos te fueron arrebatando la vida sin que tú supieras lo que perdías, cuántos te quitó el dolor vano, la alegría necia, la ávida codicia, la blanda conversación y cuán poco te quedó de lo que era tuyo; comprenderás que mueres prematuramente.

¿Cuál es, pues, la causa de todo esto? Estáis viviendo como si siempre hubiereis de vivir, nunca os viene la idea de nuestra fragilidad, ni observáis cuánto tiempo ha pasado ya; lo perdéis como si tuvierais de él plenitud y abundancia, cuando quizá ese día que concedéis a un hombre o a un negocio sea el último vuestro.

Lo teméis todo: como mortales que sois, lo deseáis todo, como si fuerais inmortales. Oirás decir a muchos: A los cincuenta años me retiraré; a los sesenta años dejaré mis cargos. ¿Qué prendas tienes de que vivirás tanto? ¿Quién te consentirá que las cosas vayan como tú las dispones?

¿No te avergüenza reservarte para ti los restos de tu vida y destinar a hacerte una buena mente tan sólo aquel tiempo que no puedes emplear en ninguna otra cosa? ¡Qué olvido más necio de la mortalidad diferir hasta los cincuenta o los sesenta años los buenos consejos y querer empezar la vida allí donde pocos llegaron!

IV

Verás cómo de los hombres más poderosos y elevados caen voces deseando el ocio, alabándolo, prefiriéndolo a todos sus bienes. Mientras tanto desean bajar de su cumbre, si pueden hacerlo con seguridad, pues aunque nada de fuera la sacuda o la conmueva, la misma fortuna por sí misma cae.

El divino Augusto, a quien los Dioses favorecieron más que a ningún otro, jamás dejó de desearse un descanso y de pedir que le descargasen del peso de la República; toda su conversación volvía siempre a lo mismo de esperar un descanso. Con este consuelo, falso aunque dulce, de que alguna vez viviría para sí, entretenía sus trabajos. En una carta que envió al Senado, en la que prometía que su descanso no carecería de dignidad ni estaría en desacuerdo con su antigua gloria, he encontrado estas palabras: Pero estas cosas son mucho más bellas cuando se hacen que cuando se prometen. Sin embargo, el ansia de este tiempo deseadísimo me impulsa, ya que la alegría de la realidad se demora aún, a recibir deleite de la dulzura de las palabras. Le parecía cosa tan grande el reposo, que ya que no podía tenerlo, lo tomaba por anticipado con el pensamiento.

Quien estaba viendo cómo todo dependía de él únicamente, quien hacía la fortuna de los hombres y de los pueblos, pensaba que sería gratísimo el día en que se desnudara de su grandeza. Sabía por experiencia cuánto sudor significaban aquellos bienes que resplandecían por todas las tierras y cuántas preocupaciones secretas ocultaban. Obligado a decidir por las armas sus diferencias primero con los ciudadanos, después con los colegas, por último con los parientes, derramó sangre por tierra y por mar.

Llevado por las necesidades de la guerra a Macedonia, Sicilia, Egipto, Siria y Asia y a casi todas las riberas del mar, dirigió a sus ejércitos, cansados ya de matar romanos, a la guerra con los extraños. Mientras pacifica a los Alpes y doma a los enemigos que se habían introducido en medio de la paz y del imperio, mientras lleva las fronteras romanas más allá del Rhin, del Éufrates y del Danubio, se afilaban contra él en la misma Roma los puñales de Murena, Cepión, Lépido, Egnacio y otros. Cuando apenas si había escapado de estas asechanzas, su hija y tantos jóvenes nobles unidos tanto por el adulterio como por el juramento aterrorizaron su edad ya avanzada, entre ellos Paulo (Julo) y aquella mujer tan de temer mientras estuviera unida con Antonio.

Amputaba estas úlceras juntamente con los miembros en que estaban; nacían otras; como un cuerpo con demasiada sangre, siempre se rompía por alguna parte. Y así deseaba el descanso con cuya esperanza y pensamiento aguantaba sus trabajos. Éste era el deseo de un hombre que podía realizar los deseos de todos los demás.

V

M. Cicerón, debatiéndose entre los Catilinas, Clodios, Pompeyos y Crasos, los unos enemigos manifiestos, dudosos amigos los otros, dando traspiés con la República, sosteniéndola en vilo para que no cayera, y por último arrastrado con ella, ni tranquilo en los momentos prósperos, ni sufrido en los adversos; ¡cuántas veces no detestó aquel consulado suyo, alabado por él no sin razón aunque sin medida!

¡Qué llorosas palabras escribe en una carta a Ático, cuando vencido ya Pompeyo padre, aún el hijo trataba de rehacer en España sus quebrantados ejércitos! Me preguntas —dice— qué hago aquí. Me estoy en mi Tusculano medio libre. Añade después otras cosas en las que deplora la edad pasada, se queja de la presente y desespera de la futura. Medio libre dice Cicerón que es. Pero a fe mía que jamás un sabio llegaría hasta darse un nombre tan bajo, nunca sería medio libre, siempre tendría una libertad íntegra y sólida, suelto, dueño de sí y más elevado que los otros.

¿Quién podrá estar sobre aquel que está sobre la fortuna?

VI

De Livio Druso, hombre agrio y vehemente, que con sus leyes nuevas promovió la sedición de los Gracos, cuando andaba rodeado de una gran muchedumbre de toda Italia, y no preveía el resultado de un asunto que ni podía hacerse ni ya era libre de dejarlo una vez comenzado, se cuenta que, maldiciendo de su vida inquieta desde sus principios, dijo que únicamente a él ni siquiera de niño le habían tocado nunca unas vacaciones. Porque se atrevió, estando aún bajo tutor y vestido de pretexta, recomendar los reos a los jueces e interponer en el foro su influencia tan eficazmente que consta que violentó algunos juicios.

¿Hasta dónde no había de llegar una ambición tan prematura? Era bien claro que aquella tan precoz audacia había de parar en grande mal privado y público. Tarde, pues, se quejaba de que no había tenido un día de vacación si desde niño fue sedicioso y pesado en el foro. Se discute si se mató a sí mismo, pues murió de repente de una herida en la ingle; dudan algunos que su muerte fuera voluntaria, pero ninguno que fuese inoportuna.

Es inútil recordar a otros muchos, que pareciendo muy felices a los demás, dieron ellos mismos verídico testimonio de sí maldiciendo de toda su vida; pero con estas quejas ni cambiaron a los demás ni a sí mismos. Pues una vez que se desahogaban en palabras, recaían sus afectos en las mismas costumbres.

En verdad que vuestra vida, aunque pase de los mil años, se contraerá a un espacio muy estrecho; que no hay tiempo que no devoren estos vicios. Pero este espacio que, aunque por naturaleza corre, la razón puede dilatarlo, por fuerza huirá muy de prisa, porque ni cogéis, ni retenéis, ni detenéis la más veloz de todas las cosas, sino que dejáis que se vaya como cosa superflua y recobrable.

VII

Cuento entre los primeros a aquellos que sólo se dedican al vino y al placer, porque éstos son los más torpemente entretenidos. Los demás, aunque los seduzca una vana imagen de la gloria, yerran, sin embargo, más pulcramente: aunque me nombres a los avaros, a los que promueven odios y guerras injustas, pecan todos más virilmente; de los caídos en la glotonería o en la lujuria la mancha es vergonzosa.

Examina todo el tiempo de estos tales; fíjate en el que emplean en calcular, en poner a otros asechanzas, en tener miedo, en cumplir con los otros y en ser cumplimentados, cuánto le ocupan los pleitos ajenos y los propios, cuánto los banquetes, que para ellos ya son un deber: verás cómo no los dejan ni respirar sus cosas buenas o malas.

Finalmente todos convienen en que ningún asunto puede ser bien llevado por ningún hombre ocupado, ni la elocuencia, ni las artes liberales, porque un ánimo dividido no recibe nada profundamente, sino que todo lo rechaza como ya harto. El hombre ocupado de nada se ocupa menos que de vivir; ninguna ciencia es tan difícil como la de la vida. De las otras artes por todas partes se encuentran muchos profesores y en algunas de ellas se han visto niños que tan bien las han aprendido que hasta pudieran enseñarlas. En cambio, se ha de aprender a vivir durante toda la vida, y, lo que aún es quizá más de admirar, toda la vida se ha de aprender a morir.

Muchos y muy grandes hombres, después de haber dejado todos los impedimentos, renunciando a las riquezas, a los cargos y a los placeres, se consagraron hasta la muerte únicamente a saber vivir, y muchos de ellos salieron de esta vida confesando que aún no lo habían aprendido; para que estos otros pretendan saberlo.

Créeme que es de hombre grande y colocado por encima de los errores humanos no dejar que se les vaya nada de su tiempo y por esto su vida es muy larga, pues en toda su amplitud fue para ellos. Nada hubo en ella inculto y ocioso, nada estuvo bajo otro, ni nada encontró este guardián estrechísimo que mereciera ser permutado por su tiempo. Y así le fue bastante; en cambio era necesario que les faltase a aquellos de cuya vida el pueblo se llevó una gran parte.

Y no pienses que ellos alguna vez no han comprendido su daño. Ciertamente oirás a muchos de éstos, a los que abruma una gran felicidad, exclamar a voces entre la turba de sus clientes o en la tramitación de sus pleitos o en otras miserias honrosas: No puedo vivir. ¿Por qué no puedes? Todos estos que se te allegan, te apartan de ti. ¿Cuántos días te quitó aquel reo? ¿Cuántos aquel candidato? ¿Cuántos aquella vieja cansada de enterrar herederos? ¿Cuántos aquel otro que se fingía enfermo para irritar la avaricia de los que querían coger la herencia? ¿Cuántos el amigo poderoso que te tiene no por amistad, sino por ostentación?

Te digo que cuentes y repases los días de tu vida: verás cuán pocos han sido y como de desecho los que han quedado para ti. El que consiguió las haces que tanto había deseado, desea dejarlas y dice: ¿Cuándo pasará este año? Tiene el otro a su cargo los juegos, de los que tanto estimó que por suerte le tocara organizarlos, y dice: ¿Cuándo me escaparé de ellos? Por todo el foro es empujado un tal abogado y un gran concurso lo llena todo, aún más allá de donde se le puede oír, y dice: ¿Cuándo se acabará de sentenciar este pleito?

Todos precipitan su vida y están trabajados por el deseo del futuro y el tedio del presente. Pero el que emplea todo su tiempo en su propia utilidad y ordena cada uno de sus días como si fuera a ser el último, ni desea el mañana ni lo teme. Porque ¿qué placer hay que pueda traerle una nueva hora? Lo conoce todo y de todo ha gustado hasta la saciedad.

Lo demás lo ordenará la veleidosa fortuna como quiera; la vida ya está en seguro. Se le puede añadir algo, pero no quitarle nada, y añadírselo como algo de comida a quien está harto y lleno, que ni la apetece ni la toma. Así, pues, no has de pensar que alguien, porque tiene canas y arrugas, ha vivido mucho; no vivió mucho, sino que duró mucho.

¿Es que acaso piensas que ha navegado mucho aquel que en la misma salida del puerto una fuerte tempestad lo llevó de un lado a otro y por los contrarios vientos enfurecidos estuvo dando vueltas por los mismos sitios? No navegó mucho, sino que padeció mucho.

VIII

Me suelo maravillar cuando veo que algunos piden tiempo y que los que se lo han de dar son facilísimos en concedérselo. Unos y otros ponen la mira en el negocio para que se pide el tiempo, pero ni aquéllos ni éstos en el tiempo mismo; se pide y se da como si fuera nada. Se juega con la cosa más preciosa de todas; los engaña porque es incorporal y no se ve con los ojos y por eso se piensa que es vilísima y de ningún valor.

Con el mayor gusto reciben los hombres retribuciones anuales y por ellas alquilan sus trabajos, sus servicios y su diligencia. Nadie estima el tiempo, lo usan pródigamente como si fuera cosa gratuita. Pero mira a estos mismos, cuando se les acerca el peligro de la muerte, abrazando las rodillas de los médicos y dispuestos a gastar todo cuanto tienen para seguir viviendo, si temen la pena capital.

Tan grande es en ellos la contradicción de los sentimientos. Y si como podemos traer a la memoria de cada uno el número de los años que se le han pasado, pudiéramos proponerle el de los que le quedan, ¡cómo temblarían los que viesen que le quedan pocos y con qué parquedad los administrarían! Es fácil administrar lo que, aunque sea poco, es seguro; hay que guardar con más cuidado lo que no se sabe cuándo ha de faltar.

Y no pienses que ellos ignoran que el tiempo es cosa preciosa, pues para encarecer el amor que tienen a los que aman mucho, les suelen decir que están prontos a darles parte de sus años.

Lo dan neciamente, pues se lo quitan a ellos mismos sin que se acrezca a los otros. Pero ellos mismos ignoran que se lo quitan, por eso les es más tolerable la pérdida y este daño oculto. Nadie restituirá los años, nadie te los devolverá. Proseguirá la edad el camino que comenzó sin volver atrás ni detenerse; no hará ruido, ni te advertirá de su velocidad. Pasará calladamente, no se prorrogará ni por mandato del rey ni por favor del pueblo. Tal como se lanzó el primer día, seguirá corriendo; nunca se desviará, ni se detendrá. ¿Qué sucederá? Que tú estás entretenido, la vida va aprisa; y entre tanto se presentará la muerte, a la que, quieras o no, has de entregarte.

IX

¿Puede haber nada más necio que el sentimiento de los hombres, de aquellos, digo, que se jactan de prudentes?

Se afanan trabajosamente en ver cómo podrían vivir mejor; ¡a costa de la vida ordenan su vida! Trazan sus planes para un plazo largo, cuando la dilación es la mayor pérdida de vida; ella suprime siempre el día de hoy, quita el presente prometiendo el futuro. El mayor impedimento de la vida es la esperanza que, por pender del mañana, pierde el hoy. Dispones de lo que está en manos de la fortuna y sueltas lo que está en las tuyas.

¿A dónde pones la mira? ¿Hasta dónde te extiendes? Todo lo que está por venir es incierto: vive ya desde ahora.

He aquí que clama el mayor de los poetas y como inspirado por boca divina canta este saludable verso: El mejor día de la vida es el primero que escapa a los míseros mortales.

¿Por qué vacilas?, dice. ¿Por qué te paras? Si no lo ocupas, el tiempo huye. Y aunque lo ocupes, también huirá; y así han de competir la celeridad con que el tiempo pasa y la velocidad con que se emplee, como el que bebe a toda prisa de un torrente rápido que no siempre ha de correr.

También para reprobar la vacilación interminable hermosamente habla el poeta no de la mejor edad, sino del mejor día. ¿Cómo es que tú, confiado y lento, en tan apresurada huida del tiempo, te prometes meses y años en larga serie a la medida de tu deseo? El poeta te habla de un solo día y de un día que huye. ¿Cómo dudar de que el mejor día es también el primero que escapa a los míseros mortales, esto es, a los entretenidos?

Sus ánimos todavía pueriles los agobia la vejez, a la que llegan desapercibidos e inermes; nada ha sido provisto; de repente y sin pensarlo cayeron en ella, pues no se dieron cuenta de que día a día se iba acercando. Así como una conversación o una lectura o un pensamiento más intenso engañan a los que van de camino y antes se dan cuenta de haber llegado que de irse acercando al final del viaje, así también este continuo y velocísimo viaje de la vida, que hacemos al mismo paso los dormidos y los despiertos, no aparece a los atareados sino al final.

X

Si quisiera dividir en partes y probar lo que vengo diciendo, se me ocurrirían muchos argumentos con los que hacer evidente que la vida de los ocupados es brevísima.

Acostumbraba decir Fabiano, que era un filósofo no de los que ponen cátedras, sino de los verdaderos y antiguos, que contra las pasiones se ha de luchar con fuerza y no con sutileza, ahuyentando su armada no con pequeñas heridas, sino con grandes encuentros; que no hacen falta grandes cavilaciones, pues hay que aplastarlas y no pellizcarlas. Sin embargo, para reprobar a los hombres su error hay que enseñarlos y no simplemente compadecerlos.

En tres partes se divide la vida: lo que fue, lo que es y lo que será. Lo que hacemos es breve; lo que hemos de hacer, dudoso; lo que hicimos, cierto.

Porque sobre esto la fortuna perdió sus derechos y no puede volver atrás al capricho de nadie.

Esto lo pierden los entretenidos, pues no les queda vagar para mirar al pasado y, si lo tienen, les es desagradable recordar cosas de las que se tienen que arrepentir. Y así, de mala gana vuelven el ánimo al tiempo mal empleado, ni se atreven a recordarlo, porque los vicios, aun los que con algún halago de deleite presente se introducían subrepticiamente, se hacen patentes al ser recordados.

Nadie sino quien todo lo hizo bajo su propia censura que nunca se engaña, se vuelve gustosamente a mirar el pasado; el que deseó ambiciosamente muchas cosas, o fue desdeñoso con soberbia, o no se dominó en la victoria, o engañó insidiosamente, o arrebató con avaricia o repartió con prodigalidad, por fuerza ha de temer estos recuerdos.

Pero ésta es la parte de nuestro tiempo sagrada e irrenunciable, fuera ya de todos los eventos humanos, exenta del imperio de la fortuna, sin que la aflijan la pobreza o el miedo o las enfermedades; nadie puede perturbarla, ni llevársela; su posesión es perpetua y libre de recelos.

No son presentes los días sino uno a uno, y cada uno de éstos, momento a momento, pero todos los del pasado se presentan tan pronto como se lo mandas y se dejan a tu capricho ser inspeccionados y detenidos, pero para todo esto no tienen tiempo los frívolamente ocupados.

Es propio de una mente segura y tranquila descubrir por todas las partes de su propia vida: los ánimos de los atolondrados, como si estuvieran bajo el yugo, no pueden volverse y mirar. Su vida, pues, va enterrándose en un hoyo; así como nada aprovecha, por mucho líquido que eches, si no hay debajo algo que lo recoja y guarde, así tampoco importa cuánto tiempo se dé, pues si no hay donde haga asiento, se va por los ánimos rotos y agujereados.

Es tan breve el tiempo presente, que a algunos hasta les parece que no existe, porque siempre está en curso, corre y se precipita; antes de que llegue ya deja de ser, ni consiente que se le detenga, como el universo y las estrellas, cuyo movimiento siempre inquieto nunca permanece en el mismo lugar.

Así, pues, los ocupados no tienen más que el tiempo presente, que es tan breve que no se le puede atrapar y aun éste, se les escapa, pues andan distraídos en muchas cosas.

XI

¿Quieres finalmente saber lo poco que viven?

Pues mira lo mucho que desean vivir. Viejos decrépitos mendigan con sus deseos la añadidura de unos cuantos años, fingen que tienen menos años: se lisonjean con la mentira y tan gustosamente se engañan como si a la vez engañasen también a los hados. Pero en cuanto que alguna flaqueza les advierte de su mortalidad, mueren como aterrorizados, no como si se salieran de la vida, sino como si de ella los sacaran a la fuerza. Dicen a gritos que han sido unos necios porque no han vivido y que si ahora escaparan de esta enfermedad, habían de vivir en el ocio; entonces piensan cuán en vano prepararon lo que habían de gozar y cómo cayó en el vacío todo su trabajo.

Pero los que desarrollaron su vida fuera de todo negocio, ¿cómo no ha de resultarles espaciosa? No cedieron nada de ella, ni la disiparon aquí y allá, no entregaron nada a la fortuna, nada pereció por negligencia, nada se perdió por prodigalidad, nada fue vacío; toda entera, por así decirlo, estuvo a rédito. Por pequeña que sea, abunda suficientemente, y así, cuando viniere su último día, el sabio no vacilará en ir a la muerte con paso firme.

XII

Tal vez me preguntes a qué hombres llamo entretenidos. No creas que llamo únicamente así a quienes hay que soltarles los perros para echarlos de la basílica, o a los que ves cómo los apretuja hermosamente la turba de sus amigos o los desprecia la de los enemigos, o a aquellos a quienes los deberes de la cortesía saca de sus casas para ir tropezando por las puertas ajenas, o a quienes atrae la lanza del pretor con la esperanza de un lucro infame, que tal vez críe postema.

Hay para quienes el mismo ocio es trajín: en su quinta o en su lecho, en medio de la soledad, aunque estén apartados de todos, son molestos a sí mismos; de éstos no puede decirse que lleven una vida ociosa, sino una desidiosa ocupación.

¿Llamas tú ocioso al que con cuidadosa solicitud limpia vasos de Corinto, a los que la manía de algunos convirtió en preciosos, y pasa la mayor parte del día en pulir láminas enmohecidas? ¿O al que se sienta en donde se engrasan en el gimnasio los mancebos (porque para vergüenza nuestra ni nuestros vicios son romanos) a contemplar sus luchas? ¿O al que está clasificando por edades y colores a sus ganados? ¿O al que da banquetes a los atletas que últimamente han vencido?

¿Qué? ¿Llamas ociosos a los que se pasan muchas horas con el barbero mientras les corta el pelo que tal vez les creciera la noche pasada, deliberando sobre cada uno de sus cabellos, volviendo a componer la cabellera lacia y, cuando es escasa, trayendo de acá y de allá pelos a la frente? ¡Cómo se irritan si el barbero fue un poco negligente, si les cortó el pelo virilmente! ¡Cómo se encienden si cayó un pelo de su tocado, si queda alguno fuera de su sitio, si no se compusieron todos en sus rizos! ¿Quién hay de éstos que no prefiera una perturbación en la República antes que en su cabellera, que no está más preocupado de la compostura de su cabeza que de su salud, que no prefiera ser acicalado más bien que honrado? ¿Llamas tú ociosos a los que andan siempre ocupados con el peine y el espejo? Pues ¿qué de todos esos que están trabajando en componer, oír y aprender cánticos, que tuercen con quiebros de blandas melodías la voz cuyo recto curso la naturaleza hizo tan bueno y tan sencillo, cuyos dedos al medir un verso están siempre haciendo son, que cuando son llamados a cosas serias y aun tristes, están siempre tarareando?

No tienen éstos ocio, sino baldío negocio. A fe mía que no he de poner entre los tiempos de ocio los banquetes de estos hombres, pues veo con qué solicitud ponen en orden la plata, con qué diligencia ciñen la túnica de sus criados, cómo les preocupa la manera en que saldrá el jabalí de manos del cocinero, la presteza con que los esclavos depilados correrán a servir a una señal, la habilidad con que serán trinchadas las aves en pedazos no muy grandes, el cuidado con que infelices esclavos limpien los esputos de los borrachos.

Con estas cosas se adquiere fama de esplendidez y de magnificencia y hasta tal punto siguen a estos hombres sus males en todos los sucesos de su vida, que ni beben ni comen sin ambición. Ni tampoco has de contar entre los verdaderamente ociosos a los que se hacen llevar de aquí para allá en silla o en litera y acuden a la hora en punto a todas sus gestiones, como si no les fuera lícito dejarlas, y a los que otro les avisa cuándo han de lavarse, cuándo han de nadar y cuándo han de cenar; hasta tal punto se dejan llevar de la languidez de su ánimo delicado que no pueden saber por sí mismos si es que acaso tienen apetito.

He oído decir que uno de estos reblandecidos por las delicias —si es que puede llamarse delicia a apartarse de la vida y de las costumbres de los hombres—, al ser sacado en brazos del baño y depositado en su silla, preguntó: ¿Estoy ya sentado?

¿Piensas tú que este que no sabía si estaba sentado ha de saber si vive o ve o está ocioso? No me es nada fácil afirmar si lo compadezco más porque no lo supiera o porque fingiera no haberlo sabido. Olvidan realmente muchas cosas, pero de otras muchas simulan que las han olvidado.

Ciertos vicios los deleitan como si fueran pruebas de su felicidad; les parece de hombre bajo y despreciable saber lo que hacen.

Anda ahora y piensa que los cómicos mienten mucho cuando reprueban la molicie. A fe mía que son más las cosas que omiten que las que fingen y la enorme abundancia de vicios increíbles creció tanto en este siglo, sólo para esto ingenioso, que ya podemos argüir a las comedias de negligencia.

¡Que exista alguien tan muerto por los deleites que tenga que saber por otro si está o no sentado! No es, pues, éste un ocioso, y has de darle otro nombre; está enfermo, mejor aún, está muerto. Ocioso es aquel que tiene conciencia de su ocio. Pero este semivivo que para entender cuál es la posición de su cuerpo necesita que otro se la indique, ¿cómo puede ser dueño de algún tiempo?

XIII

Sería largo ir siguiendo uno a uno a los que consumieron su vida en el juego del ajedrez o de la pelota o en el cuidado de cocer al sol su cuerpo. No son ociosos aquellos cuyos deleites los traen afanados. Porque nadie duda que con mucho trabajo nada hacen los que se entretienen en inútiles estudios literarios, de los que ya hay muchos entre los romanos.

Fue achaque de los griegos averiguar el número de remeros que tuvo Ulises, si fue escrita la Ilíada antes que la Odisea, si una y otra son del mismo autor y otras cosas de este estilo que, si las callas, en nada ayudan a tu conciencia íntima y, si las dices, no pareces más sabio, sino más molesto.

He aquí que esta vana afición de aprender cosas inútiles ha invadido también a los romanos. En estos días oí a uno que contaba lo que había hecho antes que ningún otro cada uno de los caudillos romanos: Duilio fue el primero que venció en una batalla naval; Curio Dentato el primero que llevó elefantes, en su triunfo.

Y siquiera estas cosas, aunque no tiendan a la verdadera gloria, versan, sin embargo, sobre ejemplos de trabajos civiles; aunque tales conocimientos nada aprovechen, nos deleitan con su graciosa vanidad. Perdonemos también a los que investigan quién fue el primer romano que se subió a una nave. Fue éste Claudio, llamado por esto Caudex o código, porque los antiguos llamaban caudex a la trabazón de muchas tablas, de donde a las tablillas públicas se les llama códices, y todavía ahora por una antigua costumbre, a las naves que llevan las provisiones por el Tíber se las llama codicarias.

También es pertinente recordar que Valerio Corvino fue el primero que venció a Messana o Messina y el primero que, transfiriéndose a sí mismo el nombre de la ciudad que tomó, fue llamado Messana y poco a poco, por la permutación de letras que hizo la gente, se le llamó Messala.

¿Permitirás también a alguien preocuparse de averiguar que fue L. Sila quien primero echó sueltos los leones en el circo, pues antes se presentaban atados unos a otros, y que el rey Boco envió flecheros que los matasen?

Permítase esto también; pero saber que Pompeyo fuera el primero que echó en el circo dieciocho elefantes para combatir como en una batalla con hombres delincuentes, ¿conduce por ventura a algo bueno?

El varón principal de la ciudad, de eximia bondad entre los principales de la antigüedad, como dice la fama, pensó que era un espectáculo memorable hacer morir a los hombres de una manera nueva. ¿Pelean? Es poco. ¿Se despedazan? Es poco: ¡que sean aplastados por la ingente mole de estos animales! Mejor sería dejar esto en el olvido, no sea que al saberlo algún poderoso quiera emular cosas tan inhumanas.

¡Oh, qué grande ceguera pone a los entendimientos humanos la grande felicidad! Se cree que está sobre la naturaleza de las cosas cuando echa a las fieras, nacidas bajo otros cielos, tanta muchedumbre de hombres miserables, cuando concierta luchas entre animales tan dispares, cuando derrama tanta sangre en presencia del pueblo romano, al que muy poco después se había de ver obligado a hacerle derramar todavía más.

Pero él mismo, más tarde, engañado por la perfidia de los alejandrinos, se entregó para que lo matara al último de los esclavos, viendo por fin entonces la vana jactancia de su sobrenombre.

Pero volviendo al punto de que me aparté, he de manifestar en la misma materia la vana diligencia de algunos: éste mismo contaba que Metelo, después de triunfar en Sicilia de los vencidos cartagineses, fue el único de los romanos que llevó cautivos ciento veinte elefantes delante de su carro triunfal; que Sila fue el último de los romanos que extendió el circuito de la ciudad, que los antiguos acostumbraban ensanchar, pero nunca cuando se adquiría nuevo campo en las provincias, sino cuando se ganaba en Italia.

Saber esto ¿acaso aprovecha más que averiguar si el monte Aventino está fuera del circuito, como este mismo afirmaba, por una de estas dos causas: o porque se retiró allí la plebe o porque consultando Remo en aquel lugar los agüeros no halló favorables las aves, y otras innumerables cosas que o están llenas de mentiras o son semejantes a las mentiras?

Pues aunque concedas que hablan de buena fe y que escriben con pruebas, ¿qué errores disminuirán con estas cosas? ¿Qué deseos enfrentan? ¿A quién harán más fuerte, más justo, más liberal? Solía decir nuestro Fabiano que dudaba si era mejor no ocuparse en estudio alguno que enredarse en éstos.

XIV

Sólo aquellos son ociosos que se dedican a la sabiduría y sólo ellos son los que viven, porque no es sólo su propio tiempo el que emplean bien; a él añaden todos los tiempos: todos los años que han pasado los hacen suyos. Si no somos muy ingratos, nos es forzoso reconocer que aquellos clarísimos fundadores de las sagradas doctrinas nacieron para nosotros, nos prepararon la vida. Con el trabajo ajeno somos llevados a las cosas hermosísimas sacadas por ellos de las tinieblas a la luz; ningún siglo nos está vedado, a todos somos admitidos, y si con grandeza de ánimo queremos salir de las estrecheces de la flaqueza humana, mucho es el tiempo en que podremos espaciarnos. Podemos disputar con Sócrates, dudar con Carneades, descansar con Epicuro, vencer la naturaleza humana con los estoicos, superarla con los cínicos. Puesto que la naturaleza nos permite andar en compañía de todas las edades, ¿por qué no entregarnos con toda el alma desde este breve y caduco tránsito del tiempo a aquellas cosas que son inmensas, que son eternas, que nos son comunes con los mejores?

Estos que corren a cumplir sus deberes de cortesía, que se inquietan a sí y a los otros, cuando han enloquecido del todo, y diariamente han andado de una casa a otra sin pasar de largo por ninguna puerta abierta, cuando han ido repartiendo sus interesados saludos por las casas más diversas, ¿a cuántos habrán podido ver en una ciudad tan inmensa y agitada por diversos deseos? ¡Cuántos serán los que por el sueño, o la lujuria o la descortesía no los habrán recibido ¡Cuántos los que después de haberlos atormentado con una larga espera, se les escapen con una fingida prisa! ¡Cuántos los que habrán evitado salir por el atrio, atestado de clientes, y habrán huido por secretas puertas falsas, como si no fuera más inhumano engañar que no recibir! ¡Cuántos medio dormidos y pesados por la cráppla del día anterior, a aquellos infelices que rompieron su sueño por guardar el ajeno, al susurrarles mil veces su nombre abriendo apenas los labios, responderán con un insolentísimo bostezo¡

Debemos decir que están dedicados a verdaderos deberes los que diariamente quieren tener como a sus más familiares a Zenón, a Pitágoras, a Demócrito, y a los demás varones eminentes en las buenas artes, a Aristóteles y Teofrasto.

Ninguno de éstos dejará de recibirlos; ninguno dejará ir la que venga a él sin que sea más feliz y le ame más; ninguno consentirá que se vaya con las manos vacías; todos pueden ser encontrados de noche y de día por todos los mortales.

XV

Ninguno de éstos te obligará a morir, todos te enseñarán; ninguno te hará perder tus años, sino que te prestará los suyos; ninguna conversación suya te será peligrosa, ni su amistad, mortal, ni su veneración, costosa. Te llevarás de ellos lo que quieras, que no serán ellos los que te impidan que tomes tanto cuanto desees.

¡Qué felicidad está reservada, qué feliz vejez tendrá quien se puso bajo la protección de éstos! Tendrá con quienes deliberar de las cosas grandes y pequeñas, a quienes consulte cada día acerca de sí, quienes dirán la verdad sin afrenta, de quien sea alabado sin adulación, a cuya semejanza pueda formarse.

Acostumbramos a decir que no estuvo en nuestro poder elegir a nuestros padres que son dados a los hombres por la suerte, pero está en nuestro albedrío nacer a nosotros mismos. Hay familias de nobilísimos ingenios: elige a cuál quieres incorporarte; serás adoptado no sólo en el apellido, sino para gozar de sus mismos bienes, que no tienen que ser custodiados sórdida ni malignamente. Se harán tanto mayores cuanto entre más los repartas. Ellos te encaminarán a la eternidad y te elevarán a aquel lugar de que nadie será derribado. Sólo éste es el medio de extender la vida mortal, más aún, de convertirla en inmortalidad.

Las honras y las memorias, todo cuanto la ambición impuso con sus decretos o construyó con sus trabajos, pronto se viene abajo, que no hay nada que no demuela y destruya una larga vejez. En cambio no puede perjudicar a los que consagró la sabiduría; ninguna edad podrá borrarlos, ninguna disminuirlos; la siguiente y todas las que vengan detrás aumentarán la veneración, porque la envidia siempre versa sobre lo cercano y admiramos con más sencillez lo que está lejano.

Es, pues, muy espaciosa la vida del sabio, a la que no encierran los mismos confines que a la de los demás. El sólo está exento de las leyes del género humano: todos los siglos le sirven como a un dios. ¿Algún tiempo ha pasado? Con el recuerdo lo recoge. ¿Es presente? Lo emplea. ¿Ha de venir? Lo dispone. Esta fusión en uno de todos los tiempos hace larga su vida.

XVI

Los que tienen una vida muy breve y acongojada son los que se olvidan del pasado, descuidan el presente y temen el futuro; cuando llegan a lo último, comprenden tarde los desdichados que estuvieron ocupados mucho tiempo en no hacer nada.

Y no creas que se prueba que llevaron larga vida con el argumento de que a veces invocaron a la muerte. Los atormenta la imprudencia con afectos encontrados que les hacen incurrir en lo mismo que temen: con frecuencia desean la muerte porque la temen.

Tampoco es argumento para que pienses que vivieron mucho que frecuentemente se les hagan muy largos los días y se quejen de que vayan despacio las horas que faltan para que llegue la fijada para la cena; pues si alguna vez los dejan sus ocupaciones, se abrasan en el ocio sin saber cómo emplearlo o desecharlo. Y así tienden a alguna ocupación y les es pesado todo el tiempo que media entre una y otra; de igual modo, en verdad, que cuando se decretó un combate de gladiadores o cuando se espera el día de cualquier otro espectáculo o deleite, querrían saltar por los días intermedios. Para ellos siempre es larga la dilación de toda cosa que esperan.

Pero el tiempo que aman es breve y se hace más breve y precipitado por su culpa; porque pasan de una cosa a otra y no pueden detenerse en un mismo deseo. No son largos los días para ellos, sino aborrecibles; y, por el contrario, ¡qué cortas les parecen las noches a estos que las pasan en brazos de las meretrices o en la embriaguez! De aquí la locura de los poetas, que con sus fábulas alimentaron los errores de los hombres, fingiendo que Júpiter, enviciado en el deleite carnal, duplicó la noche.

¿Qué otra cosa es que encender nuestros vicios hacer autores de ellos a los Dioses y dar a la enfermedad con el ejemplo de la divinidad una disculpable licencia? ¿Cómo a éstos no les han de parecer cortísimas las noches que compran tan caro?

Pierden el día esperando la noche y pierden la noche por miedo al día.

XVII

Sus mismos deleites son temerosos y desasosegados con varios recelos y cuando más gozan les asalta este congojoso pensamiento: Esto ¿cuánto durará?

De este afecto nació el llorar los reyes su poderío y sin que la grandeza de su fortuna los alegrase, les puso terror el fin que alguna vez había de venir.

Cuando por grandes espacios de los campos desplegaba su ejército, tan grande que no podía contarse y había que calcularlo por la medida de las tierras que ocupaba, el insolentísimo rey de los persas lloró pensando que dentro de cien años ninguno de estos jóvenes sobreviviría. Pero este mismo que lloraba, había de enfrentarlos con el hado perdiendo a unos en el mar, a otros en la tierra, a otros en el combate, a otros en la huida y consumiendo en muy poco tiempo a los que pensaba que no habían de llegar a los cien años.

¡Qué, si hasta sus mismos gozos están llenos de miedo! Porque no se apoyan en causas sólidas, sino que nacen de la misma vanidad que los perturba.

¿Pues cómo piensas que han de ser los tiempos que ellos mismos reconocen que son desgraciados, cuando estos otros en que se levantan sobrepujando el ser de hombres, son tan poco verdaderos? Los mayores bienes son los que más preocupan y a ninguna fortuna puede uno confiarse tan poco como a la que es la más buena; para conservarnos en la felicidad necesitamos de otra felicidad y hay que hacer votos por los votos que tuvieron feliz éxito. Todo lo que viene fortuitamente es inestable, y está más propenso a la caída quien subió más alto.

A nadie deleita lo que amenaza ruina; por eso necesariamente ha de ser no tan sólo brevísima, sino también desgraciada la vida de esos que adquieren con gran trabajo lo que han de poseer con otro aún mayor. Consiguen trabajosamente lo que quieren y angustiosamente poseen lo que han conseguido; entre tanto no tienen ninguna cuenta del tiempo que nunca más ha de volver. Sustituyen con nuevas ocupaciones las antiguas, una esperanza despierta otra, la ambición, más ambición. No se busca el fin de las desgracias, sino que se cambia su materia.

¿Nos atormentan nuestras propias honras? Más tiempo se llevan las ajenas. ¿Dejamos de trabajar como candidatos? Empezamos como intercesores. ¿Nos despojamos de la molestia de acusar? Aspiramos a la de juzgar. ¿Deja de ser juez? Es cuestor.

¿Envejeció en la administración mercenaria de los bienes ajenos? Hállase embarazado con los propios. ¿Dejó Mario la milicia? Ocupa el consulado. ¿Se da prisa Quincio en salir de la dictadura? Se le saca del arado. Irá Escipión a combatir con los cartagineses, aún no preparado para esta empresa; vencedor de Aníbal, vencedor de Antíoco, honra de su consulado, fiador del de su hermano, si él no lo hubiese impedido, se le hubiera puesto al igual de Júpiter; sin embargo, las guerras civiles traerán agitado a este salvador y después de haberse fastidiado de joven con honores iguales a los de la divinidad, de viejo le seducirá la ambición de un orgulloso destierro.

Nunca faltarán motivos de preocupación o felices o desgraciados: a través de ellos pasará apretada la vida. El ocio nunca existirá; siempre será un deseo.

XVIII

Sepárate, pues, del vulgo, queridísimo Paulino, y acógete por fin a puerto más tranquilo sin esperar a que a él te arroje la vejez.

Piensa por cuántas aguas has navegado, cuántas tormentas has padecido, unas privadas y otras públicas que tú convertiste en tuyas; bastantes muestras has dado de tu virtud en pruebas trabajosas e inquietas; experimenta lo que harás en el ocio. La mayor parte de tu vida y ciertamente la mejor la has dado a la República; toma algo de tu tiempo también para ti.

No te llamo a un reposo perezoso e inactivo, ni a que sumerjas lo que hay en ti de vivacidad de carácter en el sueño y en los placeres gratos a la turba. No es esto aquietarse; encontrarás trabajos mayores que los que hasta ahora denodadamente has hecho, a los que te entregues en el reposo y en la tranquilidad.

Tú administras ciertamente las rentas de todo el orbe con tanto desinterés como si fueran ajenas, con tanta diligencia como si fueran propias, con la misma religiosidad que si fueran públicas. Consigues que te quieran en un oficio en que es difícil evitar el odio; créeme, sin embargo, que es mejor llevar la cuenta de la propia vida que la del trigo público.

Retira este vigor de tu ánimo, muy capaz de las mayores cosas, de un ministerio, honorífico ciertamente, pero poco apto para la vida bienaventurada, y piensa que tanto como cultivaste los estudios liberales desde tus más tiernos años no fue para que se te confiasen muchos millares de fanegas de trigo; cosas más grandes y más altas se esperaban de ti. No faltarán hombres de escrupulosa exactitud y de amor al trabajo; son más aptos para llevar carga los lentos jumentos que los nobles caballos, cuya generosa ligereza ¿quién la entorpeció jamás con grave peso?

Piensa además cuánta preocupación es para ti ponerte a tan gran cuidado: con el vientre humano te has de haber: un pueblo hambriento ni soporta razones, ni se calma con la equidad, ni se doblega a súplicas.

Hace muy poco tiempo, en aquellos pocos días que se pasaron desde la muerte de Calígula, que llevaría muy mal, si es que los muertos tienen algún sentimiento, que le sobreviviese el pueblo romano, quedaron abastecimientos para siete u ocho días; mientras él hace puentes con las naves y juega con las fuerzas del Imperio, se presenta el último mal para los sitiados la escasez de alimentos: a punto estuvo que la muerte, el hambre y la ruina de todas las cosas que sigue al hambre no acompañase a esta caricatura de rey, loco, extranjero e infelizmente altanero.

¿En qué estado de ánimo estarían aquellos que tenían a su cargo el trigo público, expuestos como estaban a las piedras, al hierro, al fuego y a Calígula? Con sumo disimulo ocultaban mal tan grande, latente en las entrañas, y con sobrada razón. Porque ciertas enfermedades hay de curarlas ignorándolo los enfermos: para muchos fue la causa de su muerte conocer su enfermedad.

XIX

¡Acógete a ocupaciones más tranquilas, más seguras, mayores! ¿Piensas tú que es igual ocupación cuidarte de que el trigo se deposite en los graneros sin disminución por el fraude o la negligencia de los que lo portean, de que no lo vicie o recaliente la humedad, de que responda al peso y a la medida, que el acercarte a aprender estas cosas sagradas y sublimes: cuál es la substancia de Dios, cuál su gusto, cuál su condición, cuál su forma; qué suerte espera a tu alma; en dónde nos coloca la naturaleza cuando nos desata de los cuerpos; qué es lo que sostiene en medio a las cosas más pesadas de este mundo, mantiene arriba las más ligeras, levanta el fuego a lo alto, mueve en sus órbitas a las estrellas y después tantas otras cosas llenas de maravillas?

¿Quieres tú, a solas contigo, contemplar con la mente estas cosas?

Ahora, mientras la sangre está caliente, en pleno vigor, has de encaminarte a las cosas mejores. Te esperan en este género de vida muchas buenas artes, el amor y la práctica de las virtudes, el olvido de los deseos, la ciencia de vivir y de morir, y un profundo descanso.

Miserable es la condición de todos los hombres atareados, pero todavía más la de los que no trabajan en sus ocupaciones, sino que duermen el sueño ajeno, andan al paso ajeno, y se les manda lo que amen y lo que odien, que son las cosas más libres de todas. Si quieren éstos saber cuán breve es su vida, no tienen más que pensar en qué parte ha sido suya.

XX

Así, pues, cuando vieres con cuánta frecuencia toman la pretexta, cuán célebre es su nombre en el foro, no tengas envidia; estas cosas se consiguen con daño de la propia vida.

Para que a un año se le dé su nombre, desperdician todos sus años. A algunos, antes que subieran a la cumbre de su ambición, la vida los dejó en sus primeras luchas; a otros, después de haber alcanzado la dignidad que ambicionaban a costa de mil indignidades, les viene el triste pensamiento de que todo lo que han trabajado ha sido para el epitafio de su sepulcro; a otros, mientras disponían de su última vejez, como si fuera juventud, para nuevas esperanzas, les faltó la vida en medio de grandes y agotadores esfuerzos.

Vergüenza para aquel a quien dejó la vida mientras en juicio pleiteaba por litigantes desconocidos buscando el aplauso de un auditorio ignorante; vergüenza para aquel otro que, más cansado de vivir que de trabajar, cayó en medio de sus mismas oficiosidades; vergüenza para ese otro de quien, por morir tomando cuentas, se ríe su impaciente heredero.

No puedo pasar por alto un ejemplo que se me ocurre. Hubo un viejo, llamado S. Turanio, de puntual diligencia, que a los noventa años fue jubilado, sin que él lo pidiera, de su oficio de procurador por Calígula, y mandó que lo pusieran en el lecho y que toda su familia lo llorase como a muerto. Lloraba, pues, toda la casa el descanso de su anciano dueño y no cesó el llanto hasta que fue restituido a su trabajo.

¿Es que acaso agrada tanto morir ocupado? Éste mismo es el estado de ánimo de muchos hombres; más les dura el deseo que la facultad de trabajar; luchan con la flaqueza de su cuerpo y lo que juzgan que tiene la vejez de más pesado es que los aparta del trabajo.

La ley exime de la milicia a los cincuenta años, ni cita al senador llegando a los sesenta; pero más difícilmente consiguen los hombres el reposo de sí mismos que de la ley.

Y mientras que son llevados y llevan a otros, mientras que el uno al otro le rompe el descanso, haciéndose mutuamente desgraciados, su vida es sin fruto, sin gusto, sin ningún provecho del ánimo. Nadie tiene a la vista a la muerte, nadie deja de alargar sus esperanzas; algunos disponen aún aquellas cosas que están más allá de la vida: grandiosos mausoleos; la dedicación de obras públicas, ofrendas fúnebres y suntuosos funerales. Pero a fe mía que los funerales de éstos, como si fueran de niños, habían de hacerse con hachas y cirios.

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