Agradezco al Instituto Ernst Bloch, a su director, Klaus Kufeld, a la ciudad de Ludwigshafen, a su intendente, Wolfgang Schulte y a Ulrich Beck, por su laudatio generosa que me lleva a creer que podremos, algún día no muy lejano, ver realizada la utopía del intelectual colectivo europeo por la que hace tanto tiempo lucho.
Soy consciente de que el honor de ser puesto bajo la égida de un gran defensor de la utopía, ahora desacreditada, maltratada y ridiculizada en nombre del realismo económico, me incita y me autoriza a intentar definir lo que puede y debe ser hoy el rol del intelectual, en su relación con la utopía y en particular con la utopía europea.
Vivimos una era de restauración neoconservadora. Pero esta revolución conservadora reviste una forma inédita: no se trata, como en otros tiempos, de invocar un pasado idealizado, a través de la exaltación de la tierra y la sangre, temas agrarios, arcaicos. Esta revolución conservadora es algo nuevo, apela al progreso, la razón, la ciencia —por ejemplo, la economía— para justificar la restauración e intenta así desplazar al pensamiento y la acción progresista hacia el arcaísmo. Convierte en normas de todas las prácticas, y por lo tanto en reglas ideales, las regularidades reales del mundo económico abandonado a su propia lógica, la llamada ley del mercado, es decir, la ley del más fuerte. Aprueba y glorifica el reino de los mercados financieros, o sea el retorno a una suerte de capitalismo radical, sin más ley que la del beneficio máximo, capitalismo sin freno ni disimulos pero racionalizado, llevado al límite de su eficacia económica gracias a las formas modernas de dominación —como el management— y a las técnicas de manipulación —como las encuestas, el marketing y la publicidad.
Si esta revolución conservadora confunde es porque ya no tiene nada de aquellos movimientos conservadores de 1930; adopta todas las poses de la modernidad. ¿Acaso no proviene de Chicago? Galileo decía que el mundo natural está escrito en lenguaje matemático. Hoy nos quieren hacer creer que es el mundo económico y social el que puede resolverse con ecuaciones. Gracias a las matemáticas —y al poder mediático—, el neoliberalismo se ha convertido en la forma suprema de la sociodicea conservadora que se anunciaba desde fines de los ’60 bajo el rótulo de "fin de las ideologías" o, más recientemente, de "fin de la historia".
Aquello que nos proponen como horizonte insuperable del pensamiento —es decir, el fin de las utopías críticas— no es otra cosa que un fatalismo económico. Y recordemos la crítica que Ernst Bloch formulaba contra lo que había de economicismo y fatalismo en el marxismo: "El mismo hombre —es decir, Marx— que despejó de la producción todo carácter fetichista creyó analizar y exorcizar todas las irracionalidades de la historia como si fueran simples oscuridades surgidas por la situación de clase, por el proceso de producción, oscuridades que no habían sido vistas ni comprendidas. El mismo hombre que expulsó de la Historia todos los sueños y utopías, todo telos[1] proveniente del ámbito religioso, con las ‘fuerzas productivas’ y el cálculo del ‘proceso de producción’ se comporta del mismo modo constitutivo, panteísta y místico; recupera en última instancia la misma potencia determinante que Hegel había reivindicado para la ‘Idea’ o Schopenhauer para su ‘Voluntad’ alógica"[2].
Este fetichismo de las fuerzas productivas reaparece hoy, paradójicamente, en los profetas del neoliberalismo, en los grandes sacerdotes de la estabilidad monetaria y del deutschmark. El neoliberalismo es una teoría económica poderosa, que gracias a su fuerza simbólica duplica la fuerza de las realidades económicas que pretende expresar. Revalida la filosofía espontánea de los dirigentes de las grandes multinacionales y de los agentes de las grandes finanzas, en especial la de los administradores de los fondos de pensión. Es una doctrina coreada en todo el mundo por políticos y altos funcionarios nacionales e internacionales pero muy especialmente por grandes periodistas, casi todos indoctos en la teología matemática fundamental que se transforma en una suerte de creencia universal, un nuevo evangelio ecuménico. Este evangelio, o mejor dicho la difusa vulgata que nos proponen bajo el nombre de liberalismo, está compuesta por un conjunto de palabras mal definidas —"globalización", "flexibilidad", "desregulación", etc.— que gracias a sus connotaciones liberales o libertarias pueden ayudar a darle una fachada de libertad y liberación a una ideología conservadora que se presenta como contraria a toda ideología.
De hecho, esta filosofía no conoce ni reconoce otro fin que no sea la creación incesante de riquezas y, más secretamente, su concentración en manos de una pequeña minoría de privilegiados; conduce por lo tanto a combatir por todos los medios —incluido el sacrificio de los hombres y la destrucción del medio ambiente— cualquier obstáculo contra la maximización del beneficio. Los partidarios del laissez-faire —Thatcher, Reagan y sus sucesores— se cuidan bastante de "dejar hacer", y para abrir el campo a la lógica de los mercados financieros deben emprender la guerra total contra los sindicatos, las conquistas sociales de los siglos pasados, en fin, contra toda la civilización asociada al Estado Social.
La política neoliberal puede juzgarse hoy por los resultados conocidos por todos, a pesar de las falsificaciones, basadas en manipulaciones estadísticas, que quieren convencernos de que Estados Unidos o Gran Bretaña llegaron al pleno empleo: se alcanzó el desempleo en masa; apareció la precariedad y sobre todo la inseguridad permanente de una parte cada vez mayor de los ciudadanos, aun en las capas medias; se produjo una desmoralización profunda, ligada al derrumbe de las solidaridades elementales, incluidas las familiares, con todas las consecuencias de ese estado de anomia: delincuencia juvenil, crimen, droga, alcoholismo, regreso de movimientos fascistas, etc.; se destruyeron las conquistas sociales y hoy se acusa a quienes las defienden de ser conservadores arcaicos. A todo esto se agrega la destrucción de las bases económicas y sociales de los logros culturales más preciados de la humanidad. La autonomía de los universos de producción cultural respecto del mercado, que no había cesado de crecer a través de las luchas y sacrificios de los escritores, artistas y sabios, se halla cada vez más amenazada. El reino del "comercio" y de lo "comercial" se impone más y más en la literatura (sobre todo por la concentración de la edición, sometida a las restricciones del beneficio inmediato), en el cine (podríamos preguntarnos qué será del cine experimental y de los productores de vanguardia en diez años si no se les ofrecen medios de producción y sobre todo difusión), y ni hablemos de las ciencias sociales, condenadas a obedecer los mandatos directamente interesados de las burocracias de empresas o del Estado o a morir por la censura del dinero.
¿Podría alguien decirme qué hacen los intelectuales ante todo esto? No me dedicaré a enumerar —sería demasiado largo y cruel— todas las formas de dimisión o colaboracionismo. Evocaré simplemente los debates de los filósofos "modernos" o "posmodernos" que, cuando no se contentan con "dejar hacer", tan ocupados en sus juegos escolásticos, se encierran en una defensa verbal de la razón y del diálogo racional o, lo que es peor, proponen una variante posmoderna —en el fondo, "radical chic"— de la ideología del fin de las ideologías, con la condena de los "grandes relatos" o la denuncia nihilista de la ciencia.
Frente a todo esto, que no es para nada alentador, ¿cómo escapar a la desmoralización? ¿Cómo volver a darle vida y fuerza social al "utopismo reflexivo" del que hablaba Ernst Bloch a propósito de Bacon[3]? Leyendo rigurosamente la oposición que Marx establecía entre el "sociologismo", sumisión pura y simple a las leyes sociales, y el "utopismo", osado desafío a esas leyes, Ernst Bloch describe el "utopismo reflexivo" como aquel que actúa "en virtud de su presentimiento perfectamente consciente de la tendencia objetiva", es decir de la posibilidad objetiva y real de su "época", que, en otras palabras, "anticipa psicológicamente un posible real". El utopismo racional se define a la vez como "el wishful thinking[4] puro [que] siempre desacreditó la utopía" y contra "la vulgaridad filistea que se ocupa esencialmente de lo Dado"[5]; se opone tanto a la "herejía derrotista de un automatismo objetivista, según el cual las contradicciones objetivas alcanzarían por sí solas a revolucionar el mundo que recorren", como al "activismo en sí", puro voluntarismo basado en un exceso de optimismo[6].
De esta manera, contra el fatalismo de los banqueros, que quieren hacernos creer que el mundo no puede ser distinto a lo que es, es decir, plenamente conforme a sus intereses y a sus voluntades, los intelectuales y todos los que realmente se preocupan por el bienestar de la humanidad deben restaurar un pensamiento utopista elaborado científicamente y compatible en sus fines con las tendencias objetivas. Deben trabajar colectivamente en análisis capaces de fundar proyectos y acciones realistas, estrechamente ajustadas a los procesos objetivos del orden que buscan transformar.
El utopismo razonado, tal como acabo de definirlo, es sin duda lo que más le falta a la Europa actual. A la Europa del pensamiento del banquero no hay que oponerle una reacción nacionalista, sino el rechazo progresista. Los banqueros y los bancos buscan convencernos de que cualquier negación de la Europa que nos proponen es un rechazo a Europa a secas. Rechazar la Europa de los bancos es impugnar el pensamiento de banquero que, bajo la fachada de neoliberalismo, hace del dinero la medida de todas las cosas, del valor de los hombres y las mujeres en el mercado de trabajo y en todas las dimensiones de la existencia. Pero la institución del beneficio como principio exclusivo de evaluación conduce a la chatura filistea de una civilización del ranking, del best seller o de la serie de televisión.
La resistencia contra la Europa de los banqueros y contra la restauración conservadora que nos preparan sólo puede ser europea. Y únicamente podrá ser europea, es decir, liberada de los intereses y sobre todo de los prejuicios nacionales y vagamente nacionalistas, si resulta de la unión concertada de los intelectuales, sindicatos y asociaciones más diversas de todos los países del continente. Por eso lo más urgente hoy no es la redacción de programas europeos comunes, sino la creación de instituciones —parlamentos, federaciones internacionales, asociaciones europeas de camioneros, editores, profesores, defensores de los árboles, de los peces, del aire puro, de los niños, etc.— en el interior de las cuales se discutan y se elaboren programas europeos. Alguien podría objetarme que todo eso ya existe: de hecho, estoy convencido de lo contrario —basta con pensar en la federación europea de los sindicatos. La única internacional europea que realmente se está organizando y que tendrá una cierta eficacia es la de los tecnócratas.
En resumen, para no conformarme con una respuesta general y abstracta a la cuestión que planteaba al comienzo —la del rol de los intelectuales en la construcción de la utopía europea—, querría explicar un poco la contribución que, por mi parte, aspiro a aportar en esta tarea enorme y urgente. Convencido de que las lagunas más apremiantes de la construcción europea corresponden a cuatro terrenos principales —el Estado Social y sus funciones, la unificación de los sindicatos, la armonización y modernización de los sistemas educativos y la articulación entre la política económica y la política social—, trabajo actualmente junto con otros investigadores para concebir y edificar las estructuras organizacionales indispensables para llevar a cabo las investigaciones complementarias que den al utopismo su carácter razonado, sobre todo en lo concerniente al Estado, la educación y los sindicatos.
El cuarto proyecto se relaciona con la articulación de la política económica y la política "social", o, más precisamente, con los efectos y costos sociales de la política económica. Se trata de remontarse hasta las primeras causas de las diferentes formas de miseria social que golpean a los hombres y mujeres de las sociedades europeas. Es una manera que tiene el sociólogo —a quien por lo general sólo se recurre para arreglar los platos rotos por los economistas— de recordar que la sociología podría y debería intervenir a nivel de las decisiones políticas que se inspiran cada vez más en consideraciones económicas. A través de las descripciones contextualizadas de los sufrimientos engendrados por las políticas neoliberales —como las que hemos presentado en La misére du monde[7]— y a través de un análisis sistemático de índices económicos relacionados tanto con la política social de las empresas como con sus resultados económicos —beneficios, productividad— y de índices más típicamente sociales —accidentes de trabajo, enfermedades profesionales, alcoholismo, consumo de drogas, suicidios, delincuencia, crímenes, violaciones—, me interesaría plantear la cuestión de los costos sociales de la violencia económica e intentar sentar las bases de una economía del bienvivir, teniendo en cuenta en los cálculos todo aquello que los dirigentes de la economía y los economistas dejan de lado en sus especulaciones fantasiosas.
Finalmente, querría presentar el interrogante que debería estar en el centro de toda utopía razonada: ¿cómo crear una Europa realmente europea, es decir, emancipada de todas las dependencias, de todos los imperialismos, empezando por el que se ejerce principalmente en la producción y la difusión cultural a través de las restricciones comerciales, y liberarla de todos los vestigios nacionales y nacionalistas que aún le impiden acumular, aumentar y distribuir lo más universal de las tradiciones nacionales? Y, para terminar con una "utopía razonada" absolutamente concreta, diré que esa pregunta —esencial, en mi opinión— podría colocarse en el programa del Centro Ernst Bloch y de la internacional de los "utopistas reflexivos".
* Discurso pronunciado en el momento de la entrega del premio Ernst Bloch 1997, publicado en Zukunft Gestalten. Reden und Beiträge zum Emst—Bloch—Preis 1997, Klaus Kufeld (dir.), Talheimer, 1998.
[1] "Finalidad", en griego. (N. del T.)
[2] Ernst Bloch, L’Esprit de l’utopie, Gallimard, París, [1923], 1977, p. 290.
[3] Emst Bloch, Le principe d’espérance, Gallimard, París, 1976,1, p. 176.
[4] Ilusión, espejismo. (N. del T.)
[5] lbid., p. 177.
[6] lbid., p. 181.
[7] Cf. capítulo 1,1. (N. del E.)